Tic-tac, tic-tac. Son las ocho y media de la mañana de un día de abril, el sol entra impertinente a través de las cortinas de la habitación (alguien olvidó cerrar las persianas), las sábanas blancas de algodón, como de costumbre, están enmarañadas al final de la cama. Huele a café, pan tostado y naranjas. Es hora de levantarse.
Tras unos minutos al pie de la cama, moviendo los dedos y decidiendo si estamos todavía dormidos o no, nos dirigimos al cuarto de baño. Los pies descalzos se topan con un frío suelo de mármol, por suerte es un día cálido de primavera. Nos recogemos el pelo y nos ponemos una diadema cuyo tejido se asemeja al de una toalla fina. Lavamos nuestras manos cuidadosamente y empieza la rutina.
Primero, limpiamos nuestro rostro delicadamente con un limpiador facial sin perfume ni jabón (aquí tenemos los mejores que puedes encontrar en farmacia), retiramos con agua tibia y secamos a toquecitos con una toalla pequeña de algodón. Nos miramos al espejo y observamos que el reflejo ya tiene los ojos abiertos y que el sueño desaparece con rapidez.
Miramos a la derecha del mueble, donde colocamos los productos de belleza que usamos a diario, alargamos el brazo y cogemos el sérum de vitamina C, está casi acabado pero unas gotitas deberían bastar. Después llega el turno del contorno de ojos, imprescindible para evitar esas primeras líneas de expresión. Todo lo aplicamos a toques con las yemas de los dedos y alrededor de los ojos usamos el anular.
La ventana del baño está abierta, hay más silencio que de costumbre y se escucha la canción de unos jilgueros. Tras unos segundos de distracción seguimos con la crema hidratante, la cual aplicamos por todo el rostro de forma generosa. Por último, nos ponemos bálsamo labial.
Al lado de todos estos productos que acabamos de utilizar también hay un desmaquillante que usamos por las noches con discos reutilizables, un aceite facial que en ocasiones nos aplicamos después de la hidratante, una esencia concentrada o tónico y un exfoliante que utilizamos una vez cada quince días.
Tras quitarnos la diadema y soltarnos el pelo, recordamos todas esas cosas que hacíamos mal en nuestra rutina de belleza años atrás: no desmaquillarnos, hacerlo mal o con toallitas, exfoliar en exceso, no hidratar la piel lo suficiente...
De repente nos llaman por nuestro nombre desde la cocina, salimos de la ensoñación y bajamos las escaleras con cuidado. Repasaremos los errores del pasado durante el desayuno.
Aquí están.